Trazar de cuerpo entero a Arturo El Negro Durazo resulta una labor titánica. El escritor Carlos Monsiváis lo retrató en uno de sus escritos así: “Moreno sí, pero no tiene la cara llena, es un hombre flaco con grandes ‘bolsas’ bajo los ojos, delgados los brazos, la piel colgándole y muy nervioso, asustado”.
Sin embargo, dos momentos coyunturales se gestaron al final del sexenio de José López Portillo (1976-1982); uno, cuando Durazo creyó que su labor al frente de la Dirección General de Policía y Tránsito del entonces Distrito Federal le abriría las puertas para pensar en la carrera presidencial o en una senaduría.
Otro momento, cuando se rumoró que lo querían de “chivo
expiatorio” con “la renovación moral” propuesta por el presidente Miguel de la
Madrid.
En agosto de 1982, se anunció el cese de Arturo Durazo como jefe de Policía tras seis años de haber asumido el cargo. Tan pronto como la cloaca se destapó, el también llamado Moro de Cumpas salió del radar, de tal suerte que cuando se ordenó su aprehensión, ya no se hallaba en el país.
Y tan alto fue su ascenso como estrepitosa su caída. En la derrota, desvencijado, miró pasar su vida en un instante y en ese momento quizá supo que todo estaba perdido: las grandes mansiones, la inmensa fortuna amasada al cobijo de la corrupción, las “amistades” que le pedían favores; los capos que preferirían verlo muerto antes que escucharlo cantar para salvarse de purgar una larga condena en prisión.
Así lo refirió José González González, supuesto gatillero de Durazo, en una entrevista publicada en la revista Proceso: “O lo matan o se suicida; ya no le sirve a la mafia del narcotráfico”.
¿Quién fue El Negro Durazo?
Arturo Durazo Moreno (1918-2000), El Negro o El Moro de
Cumpas -debido a que provenía de esa región en Sonora-, vio crecer su imperio
entre 1976 y 1982, cuando José López Portillo -de quien era muy amigo- llegó a
la presidencia y, sin dudarlo, lo puso al frente de la Dirección General de la
Policía y Tránsito del entonces Distrito Federal, al mismo tiempo que lo nombró
“general de división”, “general de cinco estrellas” por decreto.
Antes, El Negro había sido, durante las dos décadas previas, un comandante más entre muchos otros, aunque con una idiosincrasia peculiar y quizá más marcada al mostrar un carácter tiránico desde entonces, evidencia de lo que vendría más adelante, cuando instauró su régimen que se caracterizó por la impunidad, las matanzas, desapariciones y tortura, por nombrar algunos de sus varios crímenes.
Aunado a ello, su posición le sirvió para formar lazos con grupos criminales lo que le valió para ser señalado como protector y colaborador de narcotraficantes. Algunos de los nombres que figuraron en este entramado de corrupción incluyeron a Miguel Ángel Félix Gallardo y Rafael Caro Quintero, del cártel de Guadalajara, quienes mantuvieron una estrecha relación con Durazo y se beneficiaron de su influencia para expandir sus operaciones en el tráfico de drogas.
Quizá uno de los acontecimientos más oscuros que conmocionó
a la opinión pública, fue el sangriento asesinato de doce individuos, quienes
-se dijo- pertenecían a una banda de ladrones.
Este hecho se conoció como “la masacre del río Tula”. Se cuenta que cuando Durazo se enteró de que aquel grupo delictivo, denominado La Banda de los Tiras, había logrado consolidarse como una de las más prolíficas, encargó a su grupo de acción letal, los Jaguares, detenerlos y extorsionarlos.
Y para encabezar dicha labor, encomendó a Francisco Sahagún Baca (su brazo derecho y armado) para que pusiera punto final al tema. El resultado fue sangriento, a los doce los condujeron hasta las lindes de los respiraderos del canal del río Tula, que es el desagüe, y allí les metieron una bala en la cabeza -aunque antes ya habían sido cruelmente torturados- y entonces cayeron en la enorme alcantarilla que fue su tumba.
Leyenda negra
Tiempo después, de acuerdo con la declaración del juez
Villalobos Gallardo, se supo que no fueron doce los cuerpos encontrados, sino
que habían sido 86. Y, según González González, “quien realmente llevó a cabo
toda la investigación del caso del río Tula, fue Miguel Nazar Haro, como
director de la Federal de Seguridad. Detuvo a Bosque Zarazúa, a Cisneros, a
Rudy.
El caso fue atendido por instrucciones del entonces presidente José López Portillo, y cuando éste le preguntó a Nazar si ya estaba resuelto, el extitular de la DFS le respondió que únicamente le faltaban dos cabezas. ‘¿Quiénes?’, interrogó el expresidente, a lo que Nazar contestó: “Durazo y Sahagún”. Y se le dio carpetazo al asunto.
Muy pronto, El Negro se convirtió en leyenda y comenzaron a surgir rumores respecto a su paradero. Se dijo que había adquirido la nacionalidad canadiense y que las autoridades mexicanas, el FBI y la Interpol lo buscaban por todo el mundo.
Se decía que vivía en Francia y otros rumores lo situaban
en la jungla africana; también se decía que lo habían visto en el festival de
Río de Janeiro y que, incluso, había ido a La Habana como amigo de Castro Ruz.
Hasta que la tarde-noche del 29 de junio de 1984, a las 19:00 horas, fue detenido en el aeropuerto Internacional Isla Verde de Puerto Rico. Pero su detención no fue tan sencilla, ya que meses antes, la entonces Procuraduría General de la República (PGR), a través de Interpol, había seguido la pista de Durazo hasta la ciudad de Sao Paulo, Brasil.
Sin embargo, se cuenta que dos horas antes de que fuera detenido, “alguien” le “dio el pitazo”, por lo cual logró salir rumbo a Puerto Rico sin que la justicia lo sorprendiera. El soplón, dicen, habría recibido 10 millones de pesos como recompensa por salvarle el pellejo al Negro.
Y pese a todos sus crímenes, conocidos no sólo por la por la sociedad sino por las propias autoridades -así lo constató un artículo publicado en el New York Times, en el que revela que desde antes de que asumiera el cargo al frente de la DGPyT, funcionarios estadounidenses advirtieron a López Portillo que su amigo tenía nexos con el narcotráfico internacional-, al final, solo “pudieron” acusarlo por los delitos de acopio de armas, fraude y evasión fiscal.
Cuestión que parecía ridícula frente a la evidencia inobjetable: sus grandes mansiones levantadas en el Ajusco y en Zihuatanejo, conocidas como “la Colina del Negro” y el famoso “Partenón”, cuyas excentricidades constataban la podredumbre del sistema: galgódromos, caballerizas, discotecas, helipuerto, caballos pura sangre, colección de armas y autos de lujo.
La historia de Arturo Durazo es en sí misma un anecdotario
criminal. Su legado está marcado por la ambigüedad moral y la lucha por la verdad
en un sistema en el que la corrupción era y es el pan de cada día. Si bien su
nombre puede evocar imágenes de un hombre de autoridad y poder (el arquetipo
del policía, escribió Carlos Monsiváis), la realidad detrás de su carrera es
mucho más compleja y llena de matices.
Sacado de oem punto com punto eme equis.