10.08.2020

La Niña Que Cruzó El Mar En Una Botella




Sentada sobre la arena y mirando al océano, Lina pensaba en lo lindo que sería atravesar el mar y llegar tan lejos como fuera posible, a otra ciudad, otro país, otro continente, otro mundo quizás. Diez años pueden parecer poco para algunos, pero para conocer de arriba abajo calles y gente de ese pequeño pueblito junto al mar, eran más que suficientes.

No me malentiendan, era un pueblo pintoresco de casitas blancas, calles limpias y gente amable como en ningún otro lugar, pero Lina estaba ya aburrida de ver cometas volar, los castillos en la arena y caracolas coleccionar. Tenía buenos amigos, vecinos y compañeros de la escuela, que eran felices pensando en crecer en ese pueblo y seguir con la tradición familiar.

Juan sería pescador como su padre, y todos los fines de semana muy temprano le acompañaba en la lancha para tirar las redes al mar. Carmelita por su parte, adoraba el olor a pan recién horneado y aprendía diligente de su madre la preparación de la masa y el tiempo que hay que dejarla reposar.

Y lo mismo pasaba con Carlos, el hijo de don Gumaro el carnicero y Laurita, cuyos padres eran dueños de la heladería a la que iban todos los domingos, cuando bajaba el sol y se podía salir a la plaza a caminar y jugar.

Pero Lina nunca había pensado en coser como su madre y ni un botón sabía pegar, ella quería ser un pirata y los mares navegar, o tal vez ir a la luna en un cohete de cristal, conocer mundos lejanos y con raros avestruces sentarse a conversar.

Estaba Lina pensativa como siempre, cuando el oleaje trajo hasta sus pies una botella de vidrio, emocionada imaginó que un mensaje le traía, de un romance, una aventura o un naufragio, ya saben alguna historia espectacular, la tomó entre sus manos y desilusionada vio que no había ningún mensaje, sólo arena y una diminuta canica azul.

Entonces pensó que si fuera pequeñita, podría viajar dentro de la botella y el mar la llevaría a salvo hasta otra orilla, otra playa, alguna isla donde poder explorar. Cerró los ojos fuertemente mientras esto imaginaba y de repente se sintió envuelta en un suave vaivén, abrió los ojos y cuál fue su sorpresa al descubrir que se encontraba dentro de la botella, con una cama de arena y la diminuta canica por compañía. No se asustó ni preocupó y al poco rato de ir flotando sobre el mar, se quedó profundamente dormida.

Despertó como supuso a la orilla de una playa desconocida, salió de la botella sin dificultad y se dispuso a esas tierras explorar. Se alegró de sentirse tan ligera al caminar, podría correr si lo deseaba y si se esforzaba un poco y movía rápido sus brazos ¡también podía volar!

Había altas palmeras con una fruta singular, vegetación colorida y una fauna peculiar, y lo mejor de todo, es que todo lo que se movía era pequeñito como ella, advirtió con alegría. Pasó saltando a su lado una sonriente rana que se levantó el sombrero al saludar, por allá un trío de lagartijas hacían yoga concentradas en su cola equilibrar,  y un par de cangrejos ermitaños cruzaban en zancos de aquí para allá. Había estrellas luminosas en la tierra y en el cielo se veían a delfines y canguros saltar.

Lina escuchó una bella melodía a lo lejos y sin dudarlo se dirigió hacia allá, los árboles y palmeras iluminaban el camino llenos de foquitos de navidad, cuando llegó al lugar del que venía la música, se dio cuenta que provenía de una orquesta singular, los instrumentos sonrientes se tocaban a sí mismos mientras seguían el ritmo sin parar.

Al mirar con atención, se dio cuenta que había alguien sentado escuchando la música, era un niño como ella, con un gorro de pirata, sentado sobre una canica azul, la observaba fijamente y le sonrió mientras la invitaba a sentarse junto a él.

-¿Eres un pirata?- preguntó.

-Oh si ¡claro que lo soy!

-¿Y qué estás haciendo aquí?

-Estaba esperando por ti.

-¿Esperando por mí? ¿Por qué?

Con una mueca divertida y un brillo travieso en los ojos contestó, -Porque sé que te gusta navegar, explorar cielos y mares, tener mil aventuras y volar.

Lina sonrió a su vez, y tomó su mano sin pensar, a la de tres saltaron al vacío en esa enorme cascada donde al caer podrían nadar.

La mamá de Lina dejó la silla de ruedas de su hija lo más cerca que pudo de la playa, sobre el malecón como hacía siempre que la llevaba a ver el mar. La sentaba con cuidado sobre la arena a distancia prudente del agua, y después ella misma se sentaba un poco atrás, sobre las rocas, para dejarla como ella le pedía “respirar en soledad”.

Llegó entonces doña Concha de imprevisto y por un rato se pusieron a platicar, cuando se despidieron corrió hacia Lina, que yacía desvanecida sobre la arena, miró su rostro sin vida y encontró en sus ojos dormidos paz, en sus labios una sonrisa y en sus manitas aún cerradas, una botella y una minúscula canica que le llegaron desde el mar.


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