Se ubicó detrás de él. Puso su dedo sobre el interruptor. Los cañones 20 mm MG 151 esperan su orden. No es su primera vez. Lo hizo otras veces antes. Lo hará más veces después. Pero la ejecución, en ese 20 de diciembre de 1943, se demora. El dedo verdugo sigue rígido, impávido. Hay algo que lo paraliza. Lo había visto atravesar el cielo del aeródromo de Jever con pereza. Lo había alcanzado con extraña sencillez. Lo tiene en la mira, ahora, y parece un bombardero entregado a su suerte. No hay respuesta. En las misiones de combate, en las victorias probadas y en las victorias probables que dejará de contar, nada le había resultado tan fácil.
Había derribado a dos Boeing B-17 Flying Fortress de las
fuerzas aéreas del ejército de los Estados Unidos. Su avión, un caza
Messerschmitt Bf-109 G, tiene una bala incrustada en el radiador producto del
combate aéreo. Él mismo había sido derribado diecisiete veces: en once logró
aterrizar de emergencia y en las seis restantes apeló al recurso del
paracaídas. Su avión está en reparación, apostado en una base aérea del norte
de Alemania, cerca de la ciudad de Bremen, cuando ve a una nueva presa
entrometerse en sus nubes. La falla es hipotética y solo podría afectar la
refrigeración de los motores. Una nueva caída y sería acreedor de una
Ritterkreuz des Eisernen Kreuzes, la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro, la
más alta condecoración nazi al éxito y a la valentía.
Basta con presionar el interruptor para merecer la
distinción. No lo hace. Percibe un comportamiento impertinente. El bombardero
que tiene en la mira vuela inerte, sin reacción. No emite una señal de
respuesta ante su posición de amenaza. La pasividad es sugerente. Comprende que
debe atacar cuando le demuestran un síntoma defensivo. Se concentra en el
artillero de cola del bombardero. No le apunta, no se mueve. Está decapitado.
Ese instrumento de defensa desarmado le enseña la condición penosa del avión
aliado. Ahora advierte por qué no fue repelido, por qué no adoptó una maniobra
de distracción. Lo que vuela es una bestia herida. El problema principal del
bombardero estadounidense no es el avión de combate alemán, sino sostener en
vuelo a la propia nave y curar a los tripulantes heridos.
El piloto avanza con su caza. Ya no lo tiene en la mira, ya
despegó su dedo del gatillo. Lo que ve es un bombardero esquelético que apenas
logra sostenerse en el aire. Observa a través del fuselaje despedazado.
Distingue las vísceras del avión. Ni siquiera hay metralletas laterales
preocupadas en él. Las urgencias son otras: los tripulantes heridos gimen de
dolor, los tripulantes sanos procuran calentar la morfina congelada para
aplicar primeros auxilios. La escena le devuelve un esbozo de conmiseración. Un
nazi se apiada.
El piloto es alemán. Se apellida Stigler. Cuando descubre
un bombardero enemigo estropeado, indefenso, vulnerable y carreteando de
regreso a su espacio aéreo, piensa en August, su hermano, en lo que le enseñó
Gustav Roedel, su mentor, y no ataca.
Ludwig Franz Stigler nació en Ratisbona, Baviera, en 1915, en plena Primera Guerra Mundial. Era hijo de un aviador veterano que combatió en esa contienda. Por transferencia hereditaria, convivió en un ambiente que le sembró el deseo de ser lo mismo que fue su padre. A los doce años comenzó con instrucciones en planeadores. Se convirtió en piloto en la Deutsche Luft Hansa, la aerolínea predecesora de la actual Lufthansa. En 1940, a sus 25 años, se incorporó a la Luftwaffe como instructor. Ese mismo año, August, su hermano mayor murió a bordo de un Junkers Ju 88, un bombardero bimotor alemán, derribado por fuerzas aliadas.
Pasó de la instrucción al combate. Fue asignado al Jagdgeschwader 27, un ala de cazas que integraba el Cuerpo Africano Alemán (Afrika Korps), un brazo del ejército alemán que combatía las oleadas aliadas desde el norte de África, en compañía de tropas italianas. Participó de cientos de misiones, provocó veintiocho derribos y fue víctima de diecisiete. De regreso al continente europeo, derribó a dos Boeing B-17 Flying Fortress y estaba a las puertas de recibir una medalla de condecoración por su destreza y eficiencia en los aires. Era el 20 de diciembre de 1943. En el firmamento, a baja altura, se desplazaba un bombardero. Stigler se escondió. Pensó que podrían aterrizar cerca. No le importó la bala de ametralladora Browning calibre 50 que había perforado el radiador y que podría provocar la sobrecarga térmica del motor. Despegó en busca del invasor y de su cruz de caballero.
Lo encontró rápido en el aire. Lo desconcertó la inacción
del adversario. Su vuelo era parsimonioso, evidente. Lo conducía el segundo
teniente Charles Lester Brown, un granjero devenido piloto de guerra nacido el
24 de octubre de 1922 en Virginia, al este de los Estados Unidos. Se había
alistado al ejército el 19 de octubre de 1939, en los albores de la guerra.
Tres años después, ingresó en la Fuerza Aérea. Se recibió de piloto el 29 de
abril de 1943 y se preparó para conducir un Boeing B-17 Flying Fortress. Lo
asignaron al escuadrón de bombardeo número 527, uno de los cuatro comandos del
grupo de bombardeo 379, emplazado en Kimbolton, Inglaterra.
Lo denominaron Ye Olde Pub. Su primera misión también fue
su última. El objetivo era bombardear la fábrica de aviones de Bremen. En la
formación de ataque, ocupaba uno de los sectores laterales. La caída imprevista
de otros tres bombarderos modificó su posición ofensiva: su rol fue en el
frente del escuadrón. No alcanzó a descargar ningún proyectil cuando una
andanada de cañones se dedicaron a contener su despliegue y provocar su
repliegue. Debió abortar la misión luego de que un enjambre de cazas alemanes
lo dejaran inválido y maltrecho. Dejaron de perseguirlo. Fue considerado
derribado: intuyeron que se caería por los propios daños infligidos. El Ye Olde
Pub fue dado por muerto. Lo salvó, al bombardero aliado, su miserable aspecto.
Sobrevoló territorio hostil como un avión en agonía. Su
ruido y su paso temerario despertó la curiosidad de Stigler, que rápidamente lo
tuvo en la mira de su Messerschmitt Bf-109 G, médula de la Luftwaffe en la
contienda bélica. “Dios mío, esto es una pesadilla”, pensó el copiloto aliado,
Spencer “Pinky” Luke, al advertir la presencia de un caza de combate alemán.
“Nos va a destruir”, asumió Brown. Nada podía hacer pensar lo contrario. Pero
no hubo ningún disparo. El ataque se posponía. El avión nazi se puso a la par.
Los pilotos se miraron desde una cabina a la otra. Brown tenía 21 años. Stigler
28.
Brown pensó en la muerte. Stigler también. En la muerte de
su hermano y en la que podría provocar ahí mismo. Notó, en el aire, que nunca
había visto volar a un avión con tanto daño a cuestas. Su antiguo comandante en
el norte de África, Gustav Rodel, le había enseñado un código ético. Recordó
sus palabras: “Si me entero de que uno de ustedes dispara a un hombre en un
paracaídas, le dispararé yo mismo”. El panorama de indefensión con el que
volaba el bombardero aliado le parió un sentimiento de compasión. “Para mí, era
como si estuvieran en un paracaídas”, comparó.
Se le presentaron inquietudes morales. Los consejos de
quienes le dijeron que había que celebrar victorias y no muertes, de quienes le
educaron que “para sobrevivir moralmente a una guerra se debe combatir con
honor y humanidad” porque de no ser así, no sería capaz de sobrellevar esa
carga el resto de los días, de quienes le enseñaron que las reglas de las
guerras son imposiciones propias y que luche para mantener su humanidad, porque
perderla sería peor que perder la vida. Stigler, que en un momento de su vida
había querido convertirse en sacerdote, no mató esa tarde.
La CNN reconstruye la historia que retrata el libro A
Higher Call -Una llamada superior-, escrito por Adam Makos y Larry Alexander:
“A solas con el bombardero averiado, Stigler cambió su misión. Saludó con la
cabeza al piloto estadounidense y comenzó a volar en formación para que los
artilleros antiaéreos alemanes en tierra no derribaran al bombardero que se
movía lentamente. (La Luftwaffe tenía sus propios B-17, derribados y
reconstruidos para misiones secretas y entrenamiento). Stigler escoltó al
bombardero sobre el Mar del Norte y echó un último vistazo al piloto
estadounidense. Luego lo saludó, despojó a su caza y regresó a Alemania. ‘Buena
suerte’, se dijo Stigler. ‘Estás en las manos de Dios’”.
El bombardero aliado escapó hacia Suecia por recomendación
del misericordioso piloto alemán. Brown elevó un informe a sus superiores del
evento extraordinario que acababa de prolongar su vida. Se le ordenó absoluta
reserva a fin de que no se propagara una dosis de humanidad entre las
brutalidades de una guerra en proceso de agonía. “Alguien decidió que no puedes
ser humano y volar en una cabina alemana”, lamentó. Sin embargo, lo hizo: se
guardó el rasgo de generosidad en el secreto y continuó en servicio activo en
la fuerza aérea estadounidense.
Stigler tampoco reveló su acto de altruismo porque podría
costarle el fusilamiento. En el epílogo de la guerra, conformó el Jagdverband
44, una selección de los mejores pilotos, una unidad apodada Die Jet Experten
(“escuadrón de ases”). Se retiró con rango de teniente y capitán de escuadrón,
y luego de la Segunda Guerra Mundial se infiltró en la sociedad canadiense. El
secreto lo acompañó hasta que cuatro décadas después, una de las personas a las
que le perdonó la vida se encargó de rastrearlo para agredecerle.
En 1986, a Brown le pidieron en un encuentro de veteranos
de guerra que contara una historia atractiva de aquellos años. Al piloto le
emergió de la memoria la vez en que un avión de caza nazi lo guió a la
salvación: lo escudó para que los cañones antiaéreos de la costa del Mar del
Norte se abstuvieran de abrir fuego, lo saludó y se alejó para siempre. El
relato le inspiró la búsqueda. Investigó en archivos militares alemanes y
estadounidenses, estudió documentos, consultó en organismos oficiales. Cuatro
años después, luego de preguntar en una asociación de pilotos de combate,
obtuvo una respuesta. Desde Canadá, alguien le devolvió una carta que decía: “I
was the one”, “fui yo”.
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