Si se pone una rana en un cazo de agua hirviendo, la rana salta para escapar. Pero si el cazo está al fuego y lleno de agua fría, la rana poco a poco ajusta su temperatura corporal a la del agua, manteniéndose en una cierta comodidad que le impide darse cuenta de que el agua está calentándose y de que si no salta, acabará muerta.
Cuando el agua está a punto de hervir, la rana no puede
aumentar más su temperatura e intenta salir, pero como ha gastado todas sus
energías adaptándose al agua, ya no le quedan fuerzas suficientes.
Esta fábula de Olivier Clerc convertida por desgracia en un
experimento real que demostró que si el agua se calienta a 1,2 grados cada hora
la rana permanece dentro del agua y muere, pone de manifiesto los peligros de
la sobreadaptación, el conformismo y la falta de contacto interno.
Actuamos bajo el síndrome de la rana hervida cuando nos
adaptamos consciente o inconscientemente a situaciones, personas o relaciones
que nos resultan perjudiciales y que desfavorecen de alguna manera nuestro
bienestar mental, emocional o físico.
El arte de adaptarse a lo dañino
Todos conocemos a alguna persona que nunca se queja, que se
adapta a lo que sea, que no discute y que “traga” con casi todo.
También a alguien que mantiene alguna relación desigual,
infeliz o abusiva durante largo tiempo. A este tipo de personas se las suele
llamar “santas” o “buenazas”, aunque muchas veces lo más acertado sería
llamarlas “ranas hervidas”.
Estas conductas hiper-adaptativas, mansas y sumisas que
suelen ser vistas como virtuosas (sobre todo si es en referencia a una mujer)
suelen ser el resultado de una baja autoestima y de un abandono propio.
Es frecuente confundir o disfrazar el síndrome de la rana
hervida con otras actitudes realmente sanas como pueden ser la aceptación, la
empatía, el amor o la paz interior.
Como profesionales vemos muchas personas que, confundiendo
el amor hacia otra persona con el olvido de si mismos o bajo la creencia de
estar manteniendo una actitud de madurez, no están siendo capaces de
enfrentarse a la realidad de una situación que les da miedo o les resulta
dolorosa.
Este tipo de conducta también aparece en ámbitos como el
laboral y en vínculos familiares o sociales poniéndose de manifiesto en
relaciones dependientes, manipulativas, interesadas o abusivas.
En el terreno de la pareja, por ejemplo, serían aquellas
personas que permanecen en relaciones en las que se ha desarrollado algún tipo
de dependencia, desigualdad o abuso emocional, psicológico, físico o económico.
Pero ¿qué nos lleva a no saltar a tiempo del cazo? Algunas
de las causas por las que no reaccionamos ante lo que nos perjudica pueden ser:
Minimizar, no dar la importancia necesaria al malestar o
excusarse en que los enfrentamientos “no valen la pena” o “no sirven para
nada”.
No darnos cuenta o no querer ver cómo es la realidad por
las expectativas que hemos creado sobre algo/alguien.
La esperanza de que la situación cambiará con el tiempo (o
la persona / actitud, etc…).
La resignación del “más vale malo conocido…” con la que
pensamos que no nos llegará nada mejor.
La falta de contacto interno y de autoconocimiento que nos
impide saber qué nos perjudica, qué queremos o cuáles son nuestras necesidades
reales.
La creencia de que no tenemos suficientes recursos o más
opción que la de permanecer en esa situación.
Cuando las cosas se transforman de manera muy paulatina y
es complicado detectar el momento en el que empiezan a cambiar.
Meterse en la olla
La manera más fácil de eludir nuestra responsabilidad en el
asunto es culpar al agua, o a quien enciende el fuego, o al propietario del
cazo.
Así, nos situamos como víctimas sufrientes de lo que “nos
ha tocado” vivir o de lo que “nos hacen” los que calificamos como personas
tóxicas (el papel de víctima suele ser bastante agradecido y facilita
enormemente la evitación de las responsabilidades).
Sin darnos cuenta, muchas veces nos metemos en la olla y
ponemos nosotros mismos el agua a calentar: la anestesia interna en forma de
falsa paz y tranquilidad, el “hacer la vista gorda”, permanecer en lo que nos
daña y el abandono de lo que realmente necesitamos o sentimos, es lo que nos va
hirviendo poco a poco dentro de nuestra propia agua.
Acabamos por desconectarnos y hacer invisibles nuestras
necesidades, deseos y emociones reales.
Creemos que el síndrome de la rana hervida, que se presenta
en adaptación a elementos externos, también se puede aplicar a elementos
internos tales como actitudes, creencias y conductas que tenemos hacia nosotros
mismos.
Algunas veces por ser inconscientes, otras por no saber
cómo cambiarlas, otras por comodidad o por los beneficios más o menos ocultos
que nos suponen… seguimos a pesar de todo repitiendo una y otra vez aquellas
actitudes que nos resultan dañinas.
¿Y qué emociones son las que nos hacen permanecer dentro de
la olla? El miedo, la inseguridad, la incertidumbre, la baja autoestima, la
resignación y la comodidad de lo conocido.
Si bien es cierto que hay situaciones externas que no
podemos cambiar, muchas veces la excusa “las cosas son así” es una salida fácil
para escabullirnos de nuestras responsabilidades, por lo que se hace necesario
aprender a distinguir las ollas de las que podemos saltar de las que no.
Aunque no sea posible cambiar las circunstancias porque a
veces no dependen de nosotros, siempre podemos comprometernos en la parte que
sí debemos asumir: en la elección de cómo enfrentarnos a ellas, tomar
conciencia de cómo nos influyen y adoptar las medidas necesarias para vivirlas
de la forma más sana y consciente posible.
¿Qué hacer?
Permanecer en algo que nos daña es indicador de que estamos
autoengañándonos, escondiendo emociones, o solamente (en el mejor de los casos)
que hemos aprendido a gestionar el malestar que nos produce.
Si permitimos que algo nos dañe, en realidad nos estamos
dañando a nosotros mismos. Si no ponemos límites a aquello que nos perjudica,
nos estamos abandonando…
¿Qué actitudes pueden evitarlo?
Permanecer en un estado de atención interna, que permita
detectar a tiempo que “el agua se está calentando”.
Aprender a distinguir cuándo es necesario adaptarse y
cuándo no, cuándo resulta sano y cuándo solamente es fruto de la inconciencia,
el miedo o la comodidad.
No crear expectativas y asumir que no se puede cambiar a
nadie.
Aceptar la realidad tal y como es, en el presente, y tomar
conciencia de cómo nos afecta.
No aguantar situaciones con la esperanza de que cambien o
por “quedar bien”.
Marcarse límites en lo personal, laboral, etc… y mantenerse
fiel a ellos.
Atreverse a saltar del cazo y ocuparse de aquello que
resulta perjudicial, ya sea una persona, una situación o uno mismo. Si tenemos
dificultades o no sabemos cómo hacerlo, buscar ayuda terapéutica
Es obvio que necesitamos relacionarnos con otras personas y
por lo tanto resulta necesario hacer algunas adaptaciones. Ser flexibles,
empáticos, aceptar circunstancias que no son las que desearíamos y tener en
cuenta a los demás son actitudes sanas y deseables, pero siempre teniendo en
cuenta unos límites.
Tan perjudicial es ser intransigente e inflexible como ser
excesivamente sumiso y adaptativo. Ninguna actitud llevada al extremo resulta
beneficiosa.
Cierta incomodidad, miedo o incertidumbre son emociones
normales que aparecen cuando realizamos cambios en nuestra vida o nos enfrentamos
a lo que nos perjudica.
Aprender a sostenerlas y darnos el derecho a estar bien,
nos ayudará a recordar que salir de la olla es un acto de respeto, valoración y
amor hacia nosotros mismos.
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