3.16.2023

JUEVES DE LA LUMBRE: UN DIA 15 DE MARZO, COMO ME HIERE ESA FECHA

 Hacia el mediodía del 15 de marzo de 44 a.C., un pequeño grupo de senadores apuñaló a Julio César ante los ojos atónitos del resto de sus pares. El dictador fue acuchillado por enemigos a los que había perdonado y amigos a los que había encumbrado.

La noche antes de que matasen a Cayo Julio César (la del 14 al 15 de marzo del año 44 antes de Cristo), Calpurnia, su esposa, había soñado que lo veía cubierto de sangre. Angustiada, al despertar le suplicó que no fuese al senado aquel día. Esa noche, el propio César había soñado que se elevaba sobre las nubes, agarrado de la mano de Júpiter, y veía Roma bajo sus pies. César no se consideraba supersticioso, pero no pudo evitar sentirse inquieto ante esta extraña casualidad. Por si acaso, ordenó sacrificar varios animales para leer el futuro en sus entrañas. Calpurnia no se equivocaba: todos los augurios eran desfavorables.


Pero, ¿qué tenía César que temer? Él era muy popular entre los habitantes de Roma: había derrotado a Pompeyo en una guerra civil de cuatro años, había conseguido dominar Egipto y aliarse con Cleopatra, y había expandido las fronteras de la república hasta territorios que hoy pertenecen a Alemania, Bélgica, Suiza, Francia y España. También había aprobado leyes que favorecían a los más pobres, y había escrito obras sobre sus viajes y filosofía. Era, sin duda, un tipo carismático.

Sin embargo, ciertos estratos de la sociedad romana veían en César un líder arrogante y peligroso. Los que menos simpatía sentían por él eran los miembros del senado, un grupo de líderes políticos -entre los que estaban los antiguos aliados de Pompeyo- que veía a César como una amenaza para la República. El motivo: su estilo de gobierno cada vez más autocrático. César tomaba decisiones a menudo sin consultar con el senado, controlaba la tesorería y compraba la lealtad del ejército prometiendo tierras de propiedad pública a los soldados. También estampó su imagen en monedas, se reservó el derecho de aceptar o rechazar magistrados electos, y -lo más grave de todo- se rumoreaba que estaba planeando autoproclamarse rey. En una Roma decididamente antimonárquica, que llevaba casi quinientos años orgullosa de ser una república, ser acusado de desear un trono era un insulto muy serio.

Aunque César había tenido gestos significativos, como rechazar una corona dorada que le habían ofrecido simbólicamente durante una festividad, lo cierto es que su comportamiento preocupaba con razón a los que pensaban que planeaba restaurar la monarquía. Entre otras cosas, colocó a sus amigos en posiciones de poder, levantó estatuas suyas en templos, y reaccionó con furia cuando una diadema que estaba sobre una de esas estatuas desapareció. También se ponía las botas rojas y vestimentas típicas de los reyes latinos. Incluso su costumbre de mostrar clemencia por sus enemigos era preocupante para sus adversarios, ya que, para mostrar clemencia, uno tenía que estar en una posición de poder sobre otro… como un rey sobre un súbdito.


Marco Junio Bruto conocía por experiencia la sensación agridulce que se sentía cuando esto pasaba. Él, que había luchado junto a Pompeyo en la guerra civil, había recibido el perdón de César en vez de ser ejecutado por levantarse contra él. Y no solo eso: César incluso lo nombró pretor, o magistrado a cargo de la administración de la justicia. A los senadores les molestaba la benevolencia de César porque les parecía humillante e impredecible, incluso contraria a la ley. Para César, perdonar a sus enemigos era una manera de asegurarse alianzas valiosas y mejorar su imagen personal, pero para los senadores esto era una alarma que avisaba del comportamiento caprichoso de su líder; un líder que, posiblemente, aspiraba a ser un tirano.

Cuando César se convirtió en dictador de por vida, el poder civil y militar de Roma cayó en sus manos, y, con él, el destino de cada habitante de la república. Los optimates (la facción aristocrática de Roma) que habían sido perdonados por César tras la guerra se vieron entonces atados a sus deseos. Y fueron ellos quienes decidieron poner fin a su poder.

LOS CONSPIRADORES QUE MATARON A JULIO CÉSAR

Al menos 60 personas -y puede que más de 80- estuvieron involucradas en el complot para asesinar a Julio César. Y todos eran miembros de su círculo más cercano: los enemigos a los que había perdonado y los amigos a los que había ascendido. Lo que hizo que se uniesen fue un sentimiento común: el miedo a que César concentrase demasiado poder en sus manos y acabase destruyendo las instituciones democráticas de la república.

El autor intelectual del crimen fue Cayo Casio Longino. Consciente de que quizá él no era la persona adecuada para liderar la acción, buscó un cómplice de más peso cuyo estatus elevase la legitimidad del ataque. Eligió a Bruto, que en aquel momento era un optimate muy respetado y de buena familia. Así, Casio, que movería los hilos en la sombra, y Bruto, que actuaría como cara visible del plan, forjaron la alianza que acabaría con César.

Según Plutarco, Trebonio, uno de los conspiradores que se unieron al complot, tanteó a Marco Antonio -aliado de César- sobre la posibilidad de asesinar al dictador. Al parecer, Marco Antonio rechazó unirse al plan, pero no informó a César de que su vida podía estar en peligro. Cuando Trebonio dijo a los conspiradores que Marco Antonio no les daría su apoyo, estos propusieron matarlo a él también, pero Bruto los frenó. Él creía que deshacerse de César era un acto de justicia universal, pero asesinar también a Marco Antonio sería un acto puramente partisano. Así, decidieron que el día del asesinato de César se asegurarían de que Marco Antonio no entrase en el senado, por si acaso veía la escena y acudía en su ayuda.

César tenía previsto dejar Roma para irse en una campaña militar a territorio parto -en el actual Irán- dos días después de los idus de marzo (es decir, el 15 de marzo). Antes de marchar, convocó al senado para reunirse. Según Suetonio, corría el rumor de que César planeaba proponer en esta sesión que fuese proclamado rey de todas las provincias romanas fuera de la península itálica. Los conspiradores no querían aprobar esta propuesta, y temían que, una vez que César marchase de Roma con sus legiones, fuesen incapaces de influir en sus decisiones.

Lo cierto es que los rumores de que había una conspiración contra César llegaron a sus oídos, pero él decidió ignorarlos. Estaba convencido de que el miedo a causar otra guerra civil frenaría a sus adversarios. Tanto confiaba en sus senadores que hasta se deshizo de su cuerpo de guardaespaldas. Craso error.

Aún sin protección, acercarse a César no era fácil, ya que siempre iba rodeado de amigos y seguidores pidiéndole favores o simplemente admirándolo. Tras barajar varias opciones, los conspiradores decidieron que el ataque se produciría durante una sesión del senado, ya que aquí el séquito de César sería más reducido que en las calles, y además estaría desarmado.

LA MAÑANA ANTES DE LOS IDUS DE MARZO

Los malos augurios habían comenzado antes de la noche en la que Calpurnia soñó con un desenlace fatal para su marido. Un mes antes, un vidente había advertido del peligro que acechaba a César. Según Suetonio, el hombre había leído en las entrañas de animales sacrificados que el peligro al que se enfrentaba César “no llegaría más tarde de los idus de marzo”.

Además de no tener buenos presentimientos aquel día, César no se encontraba bien físicamente. Al parecer, sus médicos intentaron evitar que fuese al senado debido a los vértigos que sufría. A medida que pasaban las horas, César se sentía más cansado y con náuseas. Según Suetonio, el dictator decidió quedarse en casa y enviar a Marco Antonio al senado para que disolviese la sesión.

Pero, justo entonces, Décimo Junio Bruto Albino, uno de los principales conspiradores, se presentó en casa de César y lo convenció de que fuese al senado, asegurándole que quedaría en ridículo si cancelaba la sesión por un sueño de su esposa. Décimo Bruto le dijo que, si no se encontraba bien, lo que debía hacer para no ofender a los senadores era excusarse en persona y posponer la sesión. El argumento persuadió a César, y a las once de la mañana se dirigió al Teatro de Pompeyo, donde estaba prevista la reunión.

 

Por el camino, una muchedumbre rodeó a César y a su séquito, formado por sus lictores (una especie de escolta oficial) y varios esclavos. Como siempre que caminaba por las calles de Roma, la gente lo abrumaba con peticiones y atenciones. En medio del bullicio, una mano amiga -probablemente, la de Artemidoro de Damasco, un profesor de griego cercano a Bruto- le dio una nota en la que le advertía de la tragedia inminente. Distraído, y quizá poco lúcido debido a su agotamiento, César miró la nota por encima, sin prestar atención a sus palabras, y la guardó en su túnica. Según el historiador Nicolás de Damasco, el papel se encontró más tarde cerca de su cadáver.

Casio y Bruto llegaron temprano al Teatro de Pompeyo, donde se reunía el senado. Como estaba prohibido entrar allí con armas, Bruto escondió su puñal entre sus ropas. Otros conspiradores ocultaron sus puñales en las cajas de documentos que tenían a mano. César entró en la sala, y los senadores se pusieron en pie. La cámara no era mucho más grande que una pista de tenis, y al menos doscientos hombres estaban allí reunidos. El espacio era reducido; no había mucho margen de maniobra.

 

EL ASESINATO DE JULIO CÉSAR

No todos los conspiradores eran miembros del senado, y no está claro cuántos senadores querían realmente ver a César muerto. Frente a sus asientos estaba la plataforma sobre la cual César presidiría la sesión. Con prisas, pero disimulando, los conspiradores se colocaron a su alrededor.

En cuanto César tomó asiento (y con los senadores todavía en pie, en señal de respeto), según Plutarco, los asesinos lo rodearon, y Tulio Cimber le hizo una petición en favor de su hermano exiliado. Los demás se unieron a la petición, agarrando a César de la mano y besándole el pecho y la cabeza. En un primer momento, César se los quitó de encima, pero, ante su insistencia, intentó levantarse por la fuerza. Entonces, cuando, Tulio, que probablemente estaba arrodillado frente a él, tiró de su túnica en un gesto de súplica. Este movimiento impidió que César se pusiera de pie, y dejó su cuello al descubierto. Según Suetonio, César, molesto, exclamó: “¿Qué clase de violencia esta?”. Apiano cuenta que, en ese momento, Tulio gritó: “¿A qué estáis esperando?”. El primer golpe cayó en cuestión de segundos.

Para saber exactamente qué pasó, los historiadores modernos han acudido a las fuentes antiguas. Todas las versiones de la historia terminan igual (con César muerto y un futuro incierto para Roma), pero cuentan los hechos de maneras diferentes.

 


Plutarco dice que César se defendió de la agresión “como un animal salvaje”, enfrentándose a la lluvia de puños y armas que apuntaban a su cara desde todos los ángulos, ya que todos los que lo rodeaban querían participar en la matanza. La crónica de Apiano es parecida. Cuenta que, tras ser apuñalado varias veces, César se defendió con ira y entre gritos. Sin embargo, en la versión de Suetonio, César dejó de pelear tras los dos primeros golpes: se cubrió la cabeza y las piernas con su túnica, y murió sin pronunciar una palabra.

La versión de Casio Dio es parecida. Dice que el ataque cogió a César totalmente desprevenido, y fue incapaz de defenderse. Nicolás de Damasco escribió que, cubierto de heridas, César cayó a los pies de la estatua de Pompeyo. Coincide con Plutarco en que “todos parecían querer participar en el asesinato, y no hubo ni uno que no hiriese el cuerpo de César mientras yacía en el suelo”.

En 2003, un grupo de forenses reconstruyó el crimen. Su conclusión fue que el número de atacantes que realmente llegó a apuñalar a César durante la refriega fue de entre cinco y diez. La operación era demasiado compleja y el espacio demasiado reducido para acoger a un número mayor de agresores. De hecho, algunos de ellos, como Bruto, resultaron heridos por accidente en la confusión del momento

Según Nicolás de Damasco, César recibió treinta y cinco puñaladas. Apiano, Plutarco y Suetonio cuentan veintitrés. Suetonio, además, describe cómo Antistius, un médico, examinó el cuerpo y determinó la herida fatal: la segunda puñalada que César recibió en el pecho.

Una vez muerto César, Bruto caminó hacia el centro de la curia para hablar, pero nadie se quedó para escucharlo. Los demás senadores huyeron aterrorizados, temiendo ser perseguidos. En aquel momento, no estaba claro quién era un conspirador, quién no lo era, y si los seguidores de César serían las siguientes víctimas. Plutarco escribió que los asesinos salieron del senado no como fugitivos, sino con expresiones triunfantes y seguros de sí mismos. Corrieron a anunciar a todo el mundo que Roma se había liberado de su tirano, mientras el cuerpo de César yacía solitario en un charco de sangre.

 


LAS CONSECUENCIAS DE LA MUERTE DE JULIO CÉSAR

El difunto dictador era tan popular en Roma que hubo disturbios durante su incineración. Algunos de sus asesinos, como Bruto y Casio, se tomaron la revuelta como una advertencia, y huyeron de Roma. En cambio, los demás conspiradores decidieron celebrar la muerte de César como el fin de la tiranía, igual que hoy Francia celebra la toma de la Bastilla. Inicialmente, los conspiradores prevalecieron, e impulsaron decisiones como la negociación de una amnistía para los asesinos y la impresión de una nueva moneda con la fecha de los idus de marzo.

Pero, a la larga, el asesinato de César tuvo el efecto contrario al que los conspiradores querían conseguir. Sus puñales lo hirieron de muerte no solo a él, sino también a la República Romana, ya que magnicidio allanó el camino hacia el imperio. Gran parte de la población se rebeló contra los asesinos, y poco después estalló la siguiente guerra civil. Diecisiete años después del asesinato del que se convertiría en el líder romano más célebre de la historia, su hijo adoptivo y heredero, Octavio, se convirtió en el primer emperador de Roma, y persiguió y castigó a los asesinos de César.

Por su parte, la figura de César ganó más popularidad si cabe tras su muerte. Marco Antonio organizó un gran funeral para él, y, durante unos juegos celebrados en su honor, un cometa cruzó el cielo; muchos vieron en esto una señal inequívoca de que el líder romano por excelencia era ahora una divinidad. Dos años después, formaba parte oficialmente del panteón romano. Y así fue como la conspiración que buscaba conseguir la libertad de la república romana evitó que César se convirtiese en rey… y acabó convirtiéndolo en dios.

Ah pinchi post tan largo, pero le agarraron cariño, apoco no?

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