Quizás
me gustaría que hubiera un algo de sorpresa. Una sutil novedad en el aire
quieto de la habitación. Pero no puedes evitar anunciarte. Te gusta pisar
fuerte, con autoridad. La llave encaja siempre en la cerradura como si tuviese
el don de la infalibilidad. Sigo leyendo mientras caminas por el salón, enorme
y casi vacío. Tu presencia me recuerda los libros sagrados de la escuela.
Escapa a toda lógica.
Podrías ser algo más amable, más considerada. Pero sé como
continúa la historia, así que no me conviene reprochártelo. Suelo mirarte
cuando tu mano se escurre decidida entre los labios abiertos de la pretina y
explora complacida entre mis secretos. Me pregunto si alguna vez habrás visto
mis ojos... Sólo suspiras y continúas con el masaje,
como si lo que tienes entre los dedos tibios no tuviera nada que ver con mi persona.
Es agradable ver como tu respiración se relaja al mismo
tiempo que eso que acaricias aumenta sin cesar de volumen. He de reconocer que
al menos tienes la delicadeza de extraerlo antes de que la molestia pase a
mayores. Me pregunto por qué lo contemplas con esa extraña fascinación,
mientras los dedos desplazan con lentitud la piel caliente, ocultando y
descubriendo el capullo suave y sonrosado.
Abandono el libro sobre el suelo, descuidadamente. No me molesta en absoluto el
saber o no dónde he dejado la lectura. Ahora me interesa más recostarme y
separar las piernas para observar cuidadosamente el espectáculo de tus dedos delicados
manipulando mi tranca dilatada hasta causar dolor. Tu vista recorre
lánguidamente cada milímetro de su presencia, sus venitas azuladas, el vello
aquí y allá, el suave abultamiento del conducto que verterá enseguida parte de
mi alma, la gotita que comienza a descender desde lo alto de la cumbre buscando
un lugar cálido.
Espero el día en que sea capaz de negarme a humedecer lo que ofreces ante mi
boca, cuando, por fin, te deshaces del abrigo de piel y exhibes tu impúdica
desnudez en la habitación fría. Imposible dominar el escalofrío que me recorre
cuando te inclinas hacia adelante y plantas tu trasero ante mi boca. No es a mí
a quien miras cuando tus ojos se vuelven con urgencia. Sólo calculas el punto
exacto. Corriges la posición de los pies, meneas las caderas con urgencia y
luego las haces descender hacia mis fauces sin contemplaciones.
Espero el día en que podré negarme, pero no será hoy. Conozco bien el súbito
segundo en que me invade ese otro ser que me habita cuando los surcos de tu
geografía se apoderan de mí. Entonces se establece un extraño equilibrio entre
mis estímulos y tus reacciones. Una corriente de retroalimentación donde todo
tiende al infinito. Cada gemido anuncia otro más hondo mientras la boca chupa,
besa o lame con la misma fruición con la que cualquiera se comería una fresa,
sin prisas, con la placidez de quien no sabe que habrá un final. Hay un extraño
silencio alrededor de tu respiración sorda y agitada, y un baile de partículas
de polvo sobre los rayos de luz del sol que asciende.
Me gusta el tono urgente con que entonces comienzas a dar órdenes. Méteme los dedos, rápido. No se te puede
contrariar y tampoco querría. Adoro obtener esa corriente de sollozos tensos e
incontrolados. Estás tan húmeda que pareces deshacerte y sé lo que hay que
hacer, pero nunca lo haré antes de que lo ordenes. Tu cuerpo reacciona a cada
estímulo con una inmediatez que contrasta con la suave y continuada caricia que
tus manos aplican entre mis ingles, como temiendo precipitar el final. Tu
sabiduría en este terreno parece no tener límites. Traslado tus humedades de
lugar, anticipando tu siguiente y conocida orden y pienso cuánta tierra podrías
regar. Ahora por el otro, ¡vamos! Claro que vamos, por supuesto que vamos... No
es algo que deba hacerse con urgencia. Es mejor sentir los segundos como siglos
mientras el dedo penetra lúbrico en tu oscura depresión, con dedicación y
delectación, prestando la mayor atención posible al estertor que ruge en tu
garganta, a la respiración suspendida, al temblor que sacude tus muslos y menea
tu cabeza a un lado y otro, interminablemente.
No voy a decir que me gustas. Es sólo que en estos extraños momentos, no me
acuerdo. Es como una borrachera de los sentidos todos, como si la piel fuese el
reino del alcohol, un pozo de deseo donde no cabe el pensamiento. No sabría
decir quién eres o quien soy cuando por fin apoyas tus manos en mis hombros y
te empalas muy lentamente sobre mi miembro ardiendo.
Nadie sospecharía lo excitante que resulta la dulce lentitud de este vaivén
incansable, este no llegar nunca a recibirte plenamente. Cada embate amenaza
con consumirme de ansiedad, pero es tan adorable este calor de infierno, estas
gotas de sal corriendo por tu nuca mojada, este olor a hembra desatada y
febril, esta pura indecencia....
El sol va ya más alto cuando por fin me entierras definitivamente en tus
entrañas. Corre el sudor entre tus pechos como una fina lluvia, cuando por fin
gritas con una contención apenas conseguida y un chorrito de gotas blancas
avanza incontenible hasta la pared, dejando su huella sobre los restos de papel
pintado. Alguien podría decir que nos queremos mientras descansamos con los
cuerpos exhaustos, encajados el uno sobre el otro, mis brazos abarcándote como
a una novia joven e inexperta.
Pero,
poco a poco, regresa la tristeza. Te alejas hacia el cuarto de baño y creo ver
un espejismo. De quién será ese cuerpo menudo y paliducho que ahora me
abandona. De quién los aromas que quedarán dando vueltas por la casa. Qué haces
aquí tú que no me conoces. Tú que no me quieres.
Antes de salir, me ordenas cambiar más a menudo las toallas, siempre sin
mirarme. La puerta que se cierra. Ni siquiera te has preocupado de volver a
cerrarme la bragueta.